¡Es mentira, no hay que sufrir por amor!
No sé a vosotras pero a mí, como mujer feminista, plantearme el amor a nivel teórico me resultaba muy sencillo, pero la práctica... ¡Ay, la práctica! Eso era un problemón.
- Sentía lo que sentía, pero no sabía que había aprendido a sentirlo así.
- Sabía que no tenía que ser necesariamente así, pero no sabía si quería cambiarlo.
- Cuando supe que quería cambiarlo, no sabía como.
- Cuando creí que sabía cómo, dije: «Y si quito esto, ¿qué lo va a sustituir?
Ahí empezó mi persecución de un patriarca interior travestido de Cupido. Con sus barbas blancas y su pañal de infante. Así me sentía yo, vieja y niña. Demasiado mayor para empezar a pensar en el amor. Demasiado joven para seguir el resto de la vida insatisfecha con mi forma de sentirlo.
Mi #PatriCupido (a veces para mis adentros le digo #ExCupido, por similtud con la palabra que te estás imaginando) me lanzaba flechas machistas y yo las esquivaba como podía. O curaba las heridas como menos dolía. O lo intentaba. Y tardé años en atreverme a ponerlo sobre la mesa con una pareja. Porque yo creí entonces que el amor no se negocia, se siente. ¿Te suena la historia?
Con un «Fueron felices y comieron perdices», acaban los cuentos de la infancia (o la mayor parte ellos, impregnados de todos los mitos y estereotipos del amor romántico).
Lo cierto es que, fuera de los cuentos, la mayor parte de las parejas no tienen una relación «feliz para siempre». A veces ni siquiera feliz. Muchas de ellas sin ser para siempre.
Nos venden unas relaciones estereotipadas y mitificadas que son, generalmente, la base de los comportamientos de violencia sexual y por razón de sexo. Normalizan y trivializan situaciones que impiden que la mayor parte de jóvenes sea capaz de identificar la violencia de género si es de media o baja intensidad (la que no mata), ni cuando la ejercen, ni cuando la sufren.
Comportamiento machistas que nos parecen pruebas de amor, como el candado que ilustra la imagen y que se ha convertido, a raíz de cierta literatura romática en genera y juvenil en particular, en símbolo del amor enterno. ¡Un candado!
No es cierto que haya que sufrir por amor, tampoco lo es que una relación plena y satifactoria sea fruto del azar o la buena suerte. A querer y a quererse se aprende; y a desquererse con amor, a terminar las relaciones de forma sana, también.
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